El otro Maidán, la otra Crimea.

Artículo publicado en marzo de 2014 en http://www.grupotortuga.com.

x Rafael Cid, Kaosenlared.

En Ucrania se ha secuestrado la protesta popular presentándola como si fuera obra exclusiva de la extrema derecha, y ahora se justifica la intervención militar rusa para proteger a sus afines en Crimea. Cuando los movimientos sociales y las iniciativas ciudadanas de democracia directa parecían culminar en un referente global contra el canibalismo del sistema, otra vez los amos del mundo pretenden mimetizarnos en el trágala de la guerra fría para enfrentar a los pueblos y sacrificar sus legítimas aspiraciones de emancipación total en el altar del statu quo.

La primavera egipcia explotó como un motor de dos tiempos gracias a la atonía general. Primero se atribuyó a los Hermanos Musulmanes una conspiración para imponer la dictadura islámica, y logrado su efecto el ejército apareció como salvador confiscando la revuelta de Tahrir. En Ucrania el guion es parecido. Se ha secuestrado la protesta popular presentándola como si fuera obra exclusiva de la extrema derecha, y ahora se justifica la intervención militar rusa para proteger a sus afines en Crimea. La misma lógica que nos ha abochornado cuando era impunemente utilizada por la maquina bélica de Estados Unidos o Israel con la excusa de la “legítima defensa”.

En su primer acto, la revolución del Maidán ha hecho extraños compañeros de viaje. El capitalismo oligárquico del Este (con Moscú a la cabeza), el capitalismo corporativo del Oeste (desde Washington a Bruselas) y la sedicente izquierda han coincidido en el brochazo de la fascistización de la rebelión ciudadana que ha derrocado al gobierno cleptómano de Yanukovich y su mafia amiga. Cada cual a su manera, pero todos a una, prefirió resaltar la percepción tenebrista frente a la legítima insurrección de un pueblo ejerciendo su soberanía. De ahí que durante las primeras semanas casi todas informaciones de los medios, convencionales y alternativos, primaran la presencia (cierta, patente y totalmente execrable) de grupos de iconografía xenófoba en las barricadas de Kiev.

Según estos voceros la protesta estaba teledirigida con mano de hierro por neonazis y violentos ultranacionalistas, transmitiendo a la opinión pública una especie de conjura de la “internacional negra” que habría elegido Ucrania para hacer su reentrada triunfal en la escena política europea. Como en el periodismo amarillo, donde rige el “nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia”, la presencia en Maidán de miles de personas de todas las edades (suministrando víveres, aportando adoquines para las fortificar las defensas o ayudando a los heridos); las imágenes de manifestantes abatidos como conejos por los francotiradores del régimen mientras la gente oponía rudimentarias catapultas contra los kalashnikov de la policía o las escenas de activistas humillados públicamente y torturados por los Berkut, se estrellaron durante días contra la percepción dominante.

Todos los que asumían la liturgia de la “revuelta facha” tenían sus razones para alentar esa “guerra sicológica” unidimensional. A Putin le servía para allanar el camino de una acción de represalia presentada como “injerencia humanitaria”. La Casa Blanca dejaba entrever que las revueltas ciudadanas son desestabilizadoras y pueden cargarlas el diablo. La Unión Europea reafirmaba la política de no intervención que bendijo el cruento golpe militar en Egipto y de paso mandaba una seria admonición a los electores que piensan votar a partidos ultras, euroescépticos y populistas el 25M. Y a cierta izquierda de la “revolución pendiente” la denuncia sobredimensionada de los fanáticos anticomunistas le valía como banderín de enganche en la hora del rearme ideológico. En este ámbito, se llegó incluso a denunciar la existencia de una misma mano invisible moviendo los hilos de la desestabilización en Ucrania y Venezuela.

Contra toda lógica, la extraña alianza sentenciaba la imagen de la revolución ucraniana reduciéndola a un oscuro motín liderado por bandas de la porra y escuadristas al paso de la oca, con absoluto desprecio del abnegado papel jugado por otros colectivos políticos democráticos, movimientos sociales, sindicatos alternativos y activistas ciudadanos en un país de 46 millones de habitantes. Lamentablemente cuando la sensatez pudo abrirse camino, el cliché hegemónico ultra ya había tomado carta de naturaleza. De nada sirvió que veteranos corresponsables y analistas empezaran tibiamente a reconocer en sus crónicas que, casi con la misma importancia que el Sector de Derechas, en el Maidán influía el grupo Causa Común cuya ideología es “la democracia asamblearia” (Pilar Bonet, El País, 24 de febrero, El Maidán se niega a desarmarse) o que junto a las fuerzas de choque del bloque xenófobo al frente de la protesta también había gente con “impulsos populares y nacionalistas absolutamente impecables” (Rafael Poch, La Vanguardia, 3 de marzo, Nuevas victorias en Crimea profundizan el riesgo de Putin).

Se mire por donde se mire, la intervención militar rusa en Crimea ha tenido en esa lectura testosteronada de la revuelta popular su principal aliado al auspiciar un consentimiento preventivo al “putinazo”. Así, el chequista Vladimir Putin no solo movilizada a los soldados para salvaguardar a la mayoría prorrusa de la región, sino que con su abusiva agresión se erigía en un escudo contra los peligrosos grupos de extrema derecha incrustados en el gobierno provisional que sustituyó al huido Yanukovich. Ni que decir tiene que esos sectores, magnificados al alimón por los medios rusos y occidentales, han recibido la noticia del despliegue militar ordenado por Moscú como la gran oportunidad para demostrar sus capacidades en acción. Las mismas medias verdades usadas para demonizar el estallido de Kiev están utilizándose para validar la ocupación de Crimea por Putin. La invadí porque era mía.

Pero otra vez nos hallamos ante una realidad bifronte alejada del juego de tronos entre buenos y malos que nos quieren hacer ver unos y otros. Como la presencia de la extrema derecha en el Maidán, es cierto que la mayoría social en Crimea es de ascendencia rusa. Pero no lo es menos que en buena parte esa población colonizó el territorio dejado por los turcos-tártaros que habitaban la Península y que desde 1920 fueron hostigados con purgas, desplazamientos y deportaciones masivas por las autoridades soviéticas con el objeto de estabilizar a su favor la estratégica región. Una política de migraciones forzadas y apartheid que luego se institucionarían en otras latitudes como Palestina y Sudáfrica.

Crimea fue ocupada por las tropas soviéticas en noviembre de 1920, quedando el poder en manos del comunista húngaro Bela Kun, que inmediatamente aplicó una política de terror pasando por las armas a 70.000 ciudadanos para diezmar la resistencia de la población. En noviembre de 1921, poco después de concederse la autonomía a la región, la retención de artículos alimenticios y la exportación de las cosechas provocó una hambruna que redujo la población en un 21%. Cerca de 50.000 personas más fueron enviadas a otros lugares y otras 100.000, en su mayoría turcomanos, murieron por inanición. Liquidada la autonomía en 1928, se puso en marcha la colectivización obligatoria, con lo que entre 1929-1930 unos 35.000 habitantes fueron deportados a campos de concentración en los Urales o Siberia, desatando una nueva hambruna ante el fracaso de las políticas agrarias dictadas por Moscú. En 1931, Metmet Kubay, presidente del Comité Ejecutivo Central de la República, fue desterrado al Gulag por haber acusado públicamente al gobierno soviético de “saquear a Crimea, exportando toda su riqueza natural sin suministrar a cambio alimento a la población hambrienta”.

En los cinco años siguientes el Kremlin desencadenó un proceso de inmersión cultural, prohibiendo el uso de “palabras burguesas” árabes, persas y turcas, que culminó con la introducción obligatoria entre los turcomanos del alfabeto ruso una vez “que las autoridades regionales destruyeran cementerios, rebautizaran ciudades y aldeas y suprimieran de los libros de historia a los antiguos habitantes”, según cuentan los investigadores Anatol Lieven y Norman Naimark Los historiadores calculan que hasta la invasión alemana de 1941, en Crimea al menos 170.00 turcomanos fueron deportados o asesinados, cifra equivalente a la mitad de la población de ese origen existente en 1917.

Una política de exterminio que repuntó con especial ferocidad con la llegada de las tropas alemanas. Como refieren distintos testimonios, “la víspera de la evacuación de Simferopol, el 31 de octubre de 1941, la NKVD mato a tiros a todos los prisioneros que se hallaban en las celdas de la ciudad (…), y lo mismo que ocurrió en Yalta el 4 de noviembre”. Simultáneamente, esas prácticas de criminalidad masiva estaban siendo reproducidas e incluso superadas por el ejército nazi. El 29 de septiembre de 1941, en la localidad de Babi Yar, en las afueras de Kiev, unos 100.000 judíos fueron liquidados a golpe de metralleta por las SS con ayuda de la policía ucraniana. Ese siniestro paralelismo fue destacado por el pintor y novelista francés de origen polaco Marek Halter en un artículo sobre la matanza de Babi Yar publicado en el diario El País el 24 de octubre de 2006. Tras narrar el genocidio antisemita, Halter señalaba la complicidad del stalinismo en la ocultación de la masacre porque lo contrario suponía “también revelar que tres divisiones ucranias del Ejército Rojo, dirigidas por el general Vlassov, se habían reunido, desde el principio de la guerra germano-soviética, con las tropas de Hitler y habían tomado parte en la eliminación de los judíos de Ucrania”.

En su escrito, el pintor y novelista citado, elogiaba al movimiento libertario por su empeño en solitario a la hora de denunciar los crímenes del nazismo en Ucrania (el mismo colectivo presente en el Maidán aunque resulte invisible para los medios de comunicación). Y lo hacía afirmando que “una octavilla distribuida por un grupo de jóvenes anarquistas (vieja tradición ucrania) ante la Ópera (…) nos recuerda lo mucho que aún queda por hacer para que los ucranios puedan extraer alguna enseñanza de Babi Yar”. «Babi Yar fue una parte del Holocausto», dice la octavilla, «pero ni siquiera se enseña en las escuelas de Ucrania. Nadie sabe nada del genocidio de los judíos». Sin duda, una alusión a los “razones de estado” que los diferentes gobiernos esgrimen para torpedear el rescate de la memoria histórica.

La segunda gran oleada represiva contra la población oriunda de Crimea tuvo lugar a partir de 1944, tras la derrota alemana. En esta ocasión se trataba de vengar el apoyo prestado por chechenos y tártaros a los ocupantes, según publicaba el diario Izvestia el 28 de junio de 1946. Muchos colaboracionistas, que habían visto en la llegada de las tropas del II Reich una ocasión para zafarse de sus colonizadores, terminaron ahorcados de los árboles y la mayoría enviados a campos de concentración de Sverdlovsk en vagones de carga. En septiembre de 1948, el historiador ruso P.N.Nadiski justificaba lo que definía como “complejo problema de la historia de Crimea Soviética” por “la persistencia de residuos de capitalismo en la mente de los tártaros”.

De esta forma se generó el núcleo duro rusófilo en Crimea que ha servido a Putin para apadrinar su peligrosa incursión militar neoimperialista. El propio mapa etnográfico “Nacionalidades de la URSS”, del muy oficial Altas Geográfico de la URSS publicado en 1950, revelaba que en ese año en Crimea solo quedaba población rusa, razón por la cual posiblemente Nikita Kruschev no vio riesgo en ceder la península a Ucrania en 1954. Contingentes humanos procedentes de Moscú, Yaroslavl, Kursk, Penza y Rostov, que se establecieron entre 1944 y 1945 en las tierras abandonadas por los deportados, afirmaron la nueva fisonomía poblacional de la región. ¿Sacrificados por una civilización superior? Como en el Far-West.

Hoy más que nunca es preciso reafirmarnos en los valores del anticapitalismo, la solidaridad, la democracia, la libertad y la paz para que el naciente siglo XXI no sea el de la capitulación de una insurgencia humanitaria de abajo-arriba que había empezado a decir basta sin distinción de amos. ¡No nos representan!

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